El coleccionista de sombreros
Había una vez un niño llamado Tomás que vivía en un pueblito muy tranquilo. Desde pequeño, Tomás había sentido una fascinación por los sombreros. Tenía una colección impresionante: sombreros de lana, de paja, gorras de todo tipo y hasta un viejo sombrero de copa que había pertenecido al abuelo del vecino de su primo.
Cada tarde, después de la escuela, Tomás se sentaba en su habitación y contemplaba su colección. Sin embargo, sentía que algo faltaba. Aunque tenía muchos sombreros, había uno en particular que no lograba encontrar, aunque no sabía exactamente cuál era. Un día, mientras escuchaba a su abuela hablar sobre la gran biblioteca de la capital, decidió emprender un viaje a ese intrigante lugar para descubrir si, entre libros e historias antiguas, encontraba alguna pista sobre aquello que estaba buscando.
A la mañana siguiente, Tomás fue a la estación de tren para comenzar su viaje a la capital. Emocionado y un poco nervioso, se acomodó junto a la ventana y observó cómo el paisaje cambiaba a medida que el tren avanzaba. Al llegar, se dirigió directamente a la gran biblioteca, un edificio antiguo con enormes puertas de madera tallada y vitrales que reflejaban la luz en colores vivos. Al cruzar la entrada, quedó maravillado al ver estanterías que se alzaban hasta el techo, llenas de libros de todos los tamaños y colores, como si el lugar escondiera mil secretos.
Tomás se adentró en los pasillos y comenzó a explorar, buscando entre libros viejos y empolvados. Revisó tomos sobre historia, mapas de lugares lejanos y cuentos de criaturas fantásticas, pero no encontraba lo que había venido a buscar. Con el paso de las horas, cada libro le parecía más fascinante que el anterior, y sin darse cuenta, se fue perdiendo en los relatos que leía. Al final, se distrajo tanto con las historias que olvidó completamente el motivo de su búsqueda.
Día tras día, Tomás volvía a la biblioteca, emocionado por cada libro nuevo que encontraba. La bibliotecaria, una señora amable de cabello canoso y grandes lentes redondos, ya lo saludaba como si fuera un viejo amigo. Tomás se perdía entre los pasillos, leyendo de todo: historias de exploradores, leyendas de criaturas mágicas e incluso recetas antiguas que hablaban de pócimas misteriosas. Así, los libros fueron acumulándose en su habitación, apilados en torres desiguales que parecían formar pequeñas montañas de aventuras y secretos.
Poco a poco, los libros fueron desplazando a los sombreros de las estanterías y cajones. Aunque aún le gustaban, ya no le parecían tan interesantes. Así que, un día, decidió que era hora de dejarlos ir. Empezó a regalárselos a sus amigos del pueblo, quienes los recibían emocionados.
Sin embargo, guardó tres muy especiales: el sombrero de copa que había pertenecido al abuelo del vecino de su primo, una gorra desgastada que usaba cuando jugaba en el campo, y un sombrero de lana que le había tejido su mamá para cuando hiciera frío.