El collar de hueso

Había una vez un niño llamado Pedro que pasaba casi todo el tiempo junto a su perro Fido. Vivían en un pequeño pueblo de montaña donde la nieve, blanca como el algodón, cubría el suelo durante casi todo el año. Cada mañana, después de desayunar, Pedro corría al bosque con Fido. Allí jugaban a las escondidas entre los pinos, escuchaban el canto de los pájaros y reían con el sonido de la naturaleza. Pedro siempre llevaba colgado del cuello un collar muy especial: un pequeño dije en forma de hueso que su abuela le había regalado cuando era más pequeño. Aunque parecía un simple adorno, Pedro estaba seguro de que guardaba un secreto. Un día, mientras lanzaba una rama para que Fido la trajera, Pedro encontró una extraña puerta detrás de un árbol, y su collar comenzó a brillar con una luz suave y misteriosa. Intrigado, lo tomó entre sus manos. Para su sorpresa, y aunque nunca lo había notado, el hueso tenía forma de llave. Pedro, con el corazón latiendo fuerte por la emoción, intentó abrir la puerta con la llave de su collar. Desde el interior salió una luz resplandeciente que parecía llamarlo. Era como si lo invitara a descubrir algo increíble. Sin pensarlo demasiado, Pedro se inclinó, cerró los ojos y se dejó llevar por la luz. Al abrirlos de nuevo, se encontró en un mundo mágico: los árboles tenían hojas de todos los colores del arcoíris, las flores cantaban dulces melodías sin necesidad de agua y los animales caminaban erguidos y hablaban como personas. Pedro estaba maravillado. Saludó a un conejo naranja, conversó con una ardilla verde que le ofreció nueces de chocolate y hasta vio a un zorro que tocaba la guitarra. Todo era tan divertido que, por un momento, olvidó el frío de las montañas y hasta el paso del tiempo. Pero, de pronto, se dio cuenta de algo muy importante: Fido no estaba a su lado. El perro había quedado en el bosque nevado, del otro lado de la puerta. El corazón de Pedro se encogió. No podía disfrutar del nuevo mundo sin su mejor amigo, así que decidió regresar por él. Grande fue su sorpresa cuando descubrió que la puerta estaba cerrada y que había perdido su llave. Pedro comenzó a preguntarle a los animales: —¿Han visto mi llave? El conejo señaló un camino de piedras azules que se perdía en el bosque multicolor. —Vi a una gran tortuga caminando con ella hacia el Lago de los Espejos. Así que Pedro emprendió el viaje, decidido a superar cualquier obstáculo. La primera prueba llegó pronto. Un río caudaloso le cerraba el paso. No había puentes ni barcas. Justo entonces, apareció una bandada de patos parlantes. —Si quieres cruzar, debes confiar en nosotros —dijeron. Pedro dudó, pero recordó cómo siempre confiaba en Fido para encontrar el camino de regreso a casa. Así que cerró los ojos y dio un salto al agua. Los patos lo sostuvieron con sus alas fuertes y lo llevaron sano y salvo a la otra orilla. Había superado la primera prueba: la confianza. Más adelante, en un claro del bosque, encontró a un grupo de ratones llorando. Su casa estaba atrapada bajo un enorme tronco caído. Pedro podía seguir su camino y ahorrar tiempo, pero pensó en lo que Fido haría: siempre ayudaba, aunque se cansara. Así que usó todas sus fuerzas para mover el tronco con la ayuda de los ratones. Finalmente, lo lograron. Los pequeños lo abrazaron y le regalaron una flor luminosa. Había superado la segunda prueba: la generosidad. La última prueba fue la más difícil. Al llegar al Lago de los Espejos, Pedro se vio reflejado en mil imágenes distintas. Algunas lo mostraban feliz, otras triste y otras incluso lo hacían ver egoísta o temeroso. Una voz profunda retumbó desde el agua: —Para recibir la Llave de la Amistad, debes reconocer quién eres realmente. Pedro observó los reflejos con atención. Al principio le dieron miedo, pero luego sonrió. —Soy todas esas cosas. A veces tengo miedo, a veces me enojo… pero lo más importante es que siempre quiero a Fido y quiero estar con él. El agua brilló con fuerza, y de su superficie emergió la Gran Tortuga, enorme y sabia. —Has hablado con verdad y con amor. Por eso te devolveré tu llave, pero cuídala bien. Pedro tomó la llave y salió corriendo. Con ella, regresó al lugar donde había aparecido la puerta. La abrió y, del otro lado, vio a Fido que lo esperaba moviendo la cola, preocupado. Pedro lo abrazó con tanta fuerza que casi perdió el aliento. —¡Nunca más te dejaré atrás! —susurró con lágrimas de alegría. Entonces, algo maravilloso ocurrió: el collar volvió a brillar, pero esta vez la puerta se agrandó lo suficiente para que Fido pudiera pasar. El perro entró dando saltitos, feliz de estar al lado de su mejor amigo. Juntos exploraron el mundo mágico. El conejo los recibió con un saludo, la ardilla les ofreció nueces a los dos y hasta el zorro cantó una canción dedicada a la amistad. Pedro entendió que aquel mundo estaba hecho para compartirse, no para vivirlo solo. Después de un día lleno de aventuras, Pedro y Fido regresaron a su pueblo de montaña. La puerta del collar se cerró suavemente, como si les prometiera que podrían volver cuando lo desearan. Pedro guardó el collar contra su pecho y miró a Fido, que lo observaba con esos ojos brillantes de complicidad. —Nuestro secreto está a salvo —dijo Pedro. Y desde entonces, cada vez que jugaban en la nieve, sabían que más allá de los pinos y el frío existía un mundo mágico donde su amistad era la llave más poderosa de todas.