Compartiendo el tesoro

A Gus le encantaba visitar la playa rocosa con su hermana Anita. Era su lugar especial, donde cada rincón parecía esconder una historia. Pasaban horas caminando por la orilla, observando los cangrejos que corrían entre las piedras, recolectando piedras de colores y buscando secretos en los charcos que quedaban cuando bajaba la marea.
Aquella mañana, el cielo estaba despejado y el mar brillaba como un espejo. Mientras caminaban, las gaviotas revoloteaban sobre sus cabezas, y los dos hermanos inventaban formas en las nubes: dragones, castillos, helados gigantes.
De pronto, algo extraño llamó su atención. Unas huellas húmedas, grandes y con forma de aletas, iban desde la orilla hasta un grupo de rocas altas y oscuras. No eran huellas de persona, ni de perro, ni de ave.
—¿Qué crees que las hizo? —preguntó Anita, inclinándose para mirar de cerca.
—¡Debe ser una criatura marina! —exclamó Gus, con los ojos brillando de emoción—. ¡Vamos a seguirlas!
Pero el terreno era difícil. Las rocas estaban cubiertas de algas y parecían resbalosas.
—Gus, no me gusta esto —dijo Anita—. Podríamos caernos.
—Solo un poco más —insistió él—. Prometo tener cuidado.
Gus empezó a trepar, y Anita, aunque dudó, terminó siguiéndolo por un camino más seguro. Juntos buscaron el mejor modo de avanzar, entre grietas, piedras tambaleantes y sombra. Fue entonces cuando, al doblar una gran roca, algo inesperado apareció ante sus ojos.
—¿Eso es... una cueva? —preguntó Anita en voz baja.
Era una abertura estrecha, escondida entre dos peñascos. De su interior salía un aire fresco, con olor a sal y a misterio. Gus se agachó, apartando algas húmedas que colgaban como cortinas.
—¿Entramos? —dijo con emoción y un poco de miedo.
—Solo si vamos juntos —respondió Anita, tomando su mano.
Dentro, el suelo era suave, lleno de arena fina, y el eco de sus pasos parecía susurrarles historias. Al avanzar, una luz débil se filtraba desde un rincón de la cueva, revelando algo muy interesante.
Era un cofre.
Viejo, de madera oscura, con hierros oxidados y un gran candado cerrado en el centro. Gus intentó levantar la tapa, pero no se movía ni un centímetro.
—Está cerrado —dijo, frustrado.
—¿Y si buscamos la llave? —propuso Anita—. Tal vez esté cerca. Quien lo dejó aquí tuvo que esconderla en algún lugar.
Salieron de la cueva y comenzaron a buscar entre las piedras cercanas. Revisaron grietas, debajo de conchas, incluso dentro de una vieja bota cubierta de musgo. Pero no hallaron nada.
—¿Y si la llave no está aquí? —suspiró Gus, sentándose sobre una roca.
Anita pensó un momento y luego señaló un tronco viejo y hueco, atrapado entre unas rocas.
—Ese tronco parece un escondite perfecto —dijo.
Gus se acercó y metió la mano dentro. Por un segundo, no sintió nada… hasta que sus dedos tocaron algo frío y metálico. Con mucho cuidado, lo sacó: era una pequeña llave de bronce, con forma de pez tallado en el mango.
—¡La encontramos! —gritó, saltando de alegría.
Corrieron de regreso a la cueva, y Gus insertó la llave en el candado. Giró con un clic suave, y la tapa del cofre se levantó lentamente, con un crujido antiguo.
Dentro, encontraron maravillas: una brújula antigua aún funcionando, un mapa con símbolos extraños, un reloj de bolsillo detenido en la misma hora, y una bolsa con monedas de oro pequeñas, pero brillantes como estrellas.
Gus y Anita se miraron, asombrados.
—¿Nos lo quedamos todo? —preguntó Gus.
Anita negó con la cabeza, sonriendo.
—Lo mejor es compartir. Así, esta aventura también se reparte entre nosotros.
Tomaron solo algunos objetos para guardar en una caja secreta en casa: la brújula para Gus, el mapa para Anita, y unas pocas monedas para recordar el día. El resto lo dejaron en el cofre, bien cerrado, para que otros niños curiosos tal vez algún día lo encontraran también.
De regreso por la playa, caminaban tomados de la mano, con los bolsillos llenos de tesoros y el corazón lleno de historias. Sabían que aquella no sería su última aventura.