La estrella perdida
Entre campos de trigo y maíz se encontraba Villa Cielo Azul, un pequeño pueblo donde la Navidad era la época más esperada del año. Cada diciembre, los habitantes se reunían para decorar el gran pino que crecía en la plaza central, coronándolo con una estrella dorada, símbolo de esperanza y unión. Esa estrella era el orgullo del pueblo, un tesoro que pasaba de generación en generación.
Sin embargo, en aquella ocasión, la estrella había desaparecido. La señora Carmen, quien siempre se encargaba de colocarla en el altar de la iglesia para protegerla hasta la gran celebración, fue la primera en dar la noticia.
—¡Es un desastre! Sin la estrella, no podemos encender las luces del árbol —dijo con la voz quebrada.
La plaza se llenó de murmullos y decepción, pero dos niños del pueblo, Tute y Mirna, se miraron con determinación, dispuestos a resolver el misterio.
—¡Esto no puede estar pasando! —exclamó Tute de forma impulsiva.
—Sin la estrella, no habrá Navidad —dijo Mirna, mientras cruzaba los brazos y miraba el gran pino sin iluminar—. No podemos quedarnos aquí sin hacer nada. ¡Vamos a encontrar esa estrella!
Los amigos se pusieron a investigar. Hablaron con la señora Carmen, quien les aseguró que la estrella había estado sobre el altar la noche anterior. Entonces, comenzaron a buscar pistas en la iglesia.
—Miren esto —dijo Mirna, señalando unas huellas de barro mezcladas con pequeños destellos dorados que llevaban hacia el camino de tierra que conectaba Villa Cielo Azul con el pueblo vecino, San Trigal.
—¿Crees que alguien de San Trigal pudo haberla tomado? —preguntó Tute.
—No lo sé, pero… deberíamos seguir estas huellas —sugirió Mirna.
Los niños siguieron las pistas a través de los campos de maíz. El sol comenzaba a bajar, pintando el cielo de tonos anaranjados, cuando llegaron a San Trigal. Era un pueblo mucho más modesto que Villa Cielo Azul. No había luces ni decoraciones navideñas, y todo parecía envuelto en un silencio melancólico.
—San Trigal está tan apagado… ¿será que no tienen Navidad? —observó Mirna en voz baja.
—Eso no justifica tomar nuestra estrella —respondió Tute con un tono molesto, aunque siguieron caminando en silencio.
Las huellas los llevaron hasta una pequeña casa al borde del pueblo. A través de una ventana abierta, vieron la estrella. Estaba sobre una mesa, pero ya no brillaba como antes. Un niño, más o menos de su edad, estaba junto a ella, mirándola con una mezcla de orgullo y tristeza.
—¿Qué está haciendo con nuestra estrella? —gritó Tute, indignado.
—Espera, déjalo que cuente su historia —dijo Mirna, poniendo una mano sobre su hombro.
El niño los miró sorprendido y luego bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada.
—¿Por qué tomaste nuestra estrella? —preguntó Mirna con voz firme, pero amable.
El niño, entre llantos, respondió:
—Soy Mateo. La tomé porque en San Trigal no tenemos Navidad. No hay luces, ni regalos, ni risas. Solo quería que mi pueblo también tuviera algo especial. Pero… no pensé en lo que significaría para ustedes perderla. Cuando vi lo tristes que estaban, supe que había hecho algo mal, pero no sabía cómo devolverla.
Tute, que estaba a punto de regañarlo, se detuvo al ver las lágrimas de Mateo.
—Lo importante ahora es arreglarlo —dijo Mirna, con una sonrisa comprensiva—. Aún podemos salvar la Navidad. ¡Y quizás también ayudarte!
—¿De verdad harían eso por nosotros? —preguntó Mateo, secándose las lágrimas.
De regreso a Villa Cielo Azul, los habitantes escucharon la historia de Mateo. Al principio, hubo murmullos de enojo, pero poco a poco, las palabras de los niños cambiaron el corazón de todos.
—Es cierto que siempre hemos tenido la suerte de celebrar la Navidad —dijo la señora Carmen—. Pero, ¿y si encontramos una manera de compartirla con San Trigal?
Esa misma tarde, los habitantes de ambos pueblos trabajaron juntos para plantar un nuevo pino en el límite entre los dos pueblos. Decoraron el árbol con luces, adornos hechos a mano y pequeñas estrellas de papel creadas por los niños de ambos lugares.
Finalmente, colocaron la estrella dorada en lo alto. Al encenderla, una cálida luz iluminó los campos de maíz y trigo, llenando el aire con risas y villancicos.
Desde ese día, los habitantes de Villa Cielo Azul y San Trigal compartieron la Navidad. Cada año, dejaban regalos del otro lado de la frontera como símbolo de unión y generosidad. Bajo el gran árbol, las familias de ambos pueblos se reunían para celebrar juntos.
Mateo ya no tenía que lamentarse, porque ahora formaba parte de algo más grande. Y así, bajo las estrellas y las luces del gran pino, la Navidad brilló más que nunca en los corazones de todos.