Sweet Enzo

Érase una vez, en el pueblo de Sacachispas, que queda pasando León pero antes de Morita, un niño llamado Enzo que amaba los dulces más que cualquier otra cosa en el mundo. Su golosina favorita eran los gusanitos de goma, y estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa por conseguirlos.

Un día, mientras caminaba de regreso a casa desde la escuela, Enzo se topó con una tienda misteriosa que nunca antes había visto. El letrero sobre la puerta decía: «Palacio de los Dulces». Los ojos de Enzo se abrieron de emoción mientras empujaba la puerta y entraba.

La tienda estaba repleta de golosinas: ositos de goma, koalas de goma, patitos de goma, es decir, un verdadero zoológico de gomitas. Tomó una de esas enormes cucharas y comenzó a llenar bolsas sin dudarlo. Una para el desayuno. Una para el almuerzo. Una para la merienda. Una para la cena.

Mientras seguía explorando, encontraba más y más dulces. En poco tiempo, sus bolsas estaban tan pesadas que apenas podía moverse. El dueño de la tienda, al notar su entusiasmo, le preguntó:

—Vaya, veo que eres un verdadero amante de los dulces. Pero... ¿no crees que son demasiados dulces? —le dijo sonriendo.

¡Enzo estaba en las nubes! Creo que ni lo escuchó. Dejó al vendedor el dinero en el mostrador y salió tambaleándose. Las bolsas se le resbalaban, los bolsillos pesaban demasiado y la mochila estaba a punto de explotar.

Enzo caminó como pudo hasta su casa, haciendo equilibrio con cada paso. Parecía una montaña de azúcar a punto de colapsar. En un momento, tropezó con una piedra y una de las bolsas se abrió, dejando una lluvia de caramelos por la vereda.

—¡Oh no! —gritó, mientras intentaba recogerlos con una sola mano, sin soltar el resto.

Justo en ese momento, pasó doña Clara, la vecina.

—Enzo, ¿vas a comerte todo eso tú solo?

—¡Sí! —respondió sin dudar, con los cachetes llenos.

—Bueno... que no se te olviden dos cosas: compartir un poco y lavarte bien los dientes después —dijo, guiñándole un ojo.

Cuando llegó a su casa, se encerró en su cuarto como si escondiera un tesoro. Abrió una bolsa, luego otra, y otra más. En menos de diez minutos, había probado de todo: gusanitos, nubes, caramelos duros, paletas y hasta un regaliz que ni siquiera le gustaba.

Pero entonces, algo le empezó a pasar.

Primero, un pequeño dolor en la panza. Luego, una sensación de que todo se movía. Y finalmente… ¡un ataque de hipo!

—¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! —Enzo no podía parar.

—¡Mamáaaaa! —gritó, corriendo al baño mientras todavía hipeaba.

Después de un té de manzanilla, una charla con mamá y una siestita inesperada, Enzo se sintió mejor. Se sentó en la cama, miró sus montañas de dulces… y no le parecieron tan apetitosas como antes.

Entonces se le ocurrió algo.

Al día siguiente, llevó una parte a la escuela y empezó a repartir dulces como si fueran invitaciones a una fiesta. Sus compañeros lo miraban sorprendidos, pero también muy agradecidos

Desde ese día, en la clase de inglés, lo conocen como "Sweet Enzo".

¿Te gustó este cuento?