Martin salva la navidad

Era la víspera de Navidad en el Polo Norte, y Papá Noel revisaba su lista por última vez. En el taller, los duendes del frío trabajaban a toda prisa, terminando juguetes, mientras los renos practicaban sus despegues bajo la supervisión de Rufino, el reno más brillante. Todo parecía perfecto… hasta que ocurrió algo inesperado.

—¡Papá Noel! ¡Tenemos un problema! —gritó Corchito, el jefe de los duendes, entrando corriendo a la sala.

—¿Qué sucede, Corchito? —preguntó Papá Noel, con gran preocupación.

—El congelador mágico que mantiene la nieve en el Polo Norte se está derritiendo. Si no lo arreglamos pronto, ¡no podremos despegar con el trineo!

—¿Qué? ¿Cómo puede ser? —exclamó Papá Noel, poniéndose de pie de un salto.

—Creo que se está quedando sin energía. Los niños han dejado de creer, y la energía se está agotando. No sé si podremos mantenerlo funcionando. Y sin nieve, no hay Navidad —explicó Corchito, moviendo sus grandes orejas nerviosamente.

Los duendes intentaron de todo: caminar de un lado a otro, chocar sus cabezas, revisar las cartas una y otra vez, pero nada dio resultado. Y no solo eso…

—¡Papá Noel, los juguetes que los niños piden este año están cada vez más complicados! —exclamó Corchito, con una mueca de preocupación—. ¡Ahora nos piden videojuegos, patinetas voladoras y hasta componentes electrónicos que ni nosotros sabemos cómo funcionan! Por suerte, este niño pidió solo un dorito.

—Lee bien, amigo, dice "droncito bluetooth" —dijo Papá Noel, con un suspiro—. Sí, los niños siempre se están inventando cosas nuevas. Pero siempre encontramos una manera de hacerlos felices. Hay que volver a lo simple, a la noble madera, los trompos, los juegos de mesa en familia… ¡Es lo que hace la magia de la Navidad!

—Trabajaremos en eso —exclamó un grupo de elfos—. Pero, ¿será suficiente?

Santa respondió: —Me temo que no —dijo con preocupación, y llamó a su más fiel ayudante. Le encomendó la tarea de buscar al niño con el corazón más puro que pudiera venir a ayudarnos.

Mientras tanto, en un pueblito de los Andes, un niño llamado Martín estaba sentado con su abuela junto al fogón, viendo cómo se calentaban unas empanadas de dulce.

—Abue, ¿por qué siempre dicen que la Navidad tiene magia? —preguntó Martín, curioso.

—Porque a veces, cuando creemos con todo el corazón, las cosas buenas suceden —respondió su abuela, revolviendo el chocolate caliente.

Esa noche, mientras miraba las estrellas desde la ventana de su cuarto, Martín vio algo brillante caer del cielo como si fuera una estrella fugaz. Sin pensarlo dos veces, se puso su poncho y corrió al campo cercano.

—¡Wow! —exclamó al encontrar un pequeño reno montado en un elfo, con un resplandor dorado que parecía mágico. Cuando pudo incorporarse, con su aguda voz dijo:

—¡Ayuda al Polo Norte! Solo un corazón puro puede salvar la Navidad.

Martín miró al pequeño reno y al elfo montado, que parecía más bien un ser salido de un cuento. El resplandor dorado seguía brillando y el aire alrededor de él tenía un toque fresco y cálido al mismo tiempo. El reno movió sus orejas y, con una voz suave pero firme, habló nuevamente.

—¡Debes ir al Polo Norte! La Navidad está en peligro. El corazón de la Navidad se está apagando y solo alguien con el espíritu puro de un niño puede salvarla.

—¿Pero cómo voy a llegar hasta allí? —preguntó Martín, mirando al pequeño ser mágico con incredulidad.

—Irás con mi reno, y un poco de magia.

—¿Pero… por qué yo?

—Has sido muy bueno con tu familia y amigos, y no has pedido nada. Tienes el espíritu de la Navidad intacto, y tú puedes ayudarnos —respondió el elfo, mientras tomaba una pequeña esfera de cristal que brillaba intensamente—. Toma, súbete al reno y esta luz los guiará al taller de Papá Noel. Pero tienes que llegar antes de que sea demasiado tarde.

Martín no podía creer lo que escuchaba. Era una gran responsabilidad, pero, con un suspiro, miró a su alrededor y pensó en todo lo que había vivido hasta entonces. Sabía que la Navidad era algo muy especial, pero jamás imaginó que él sería parte de algo tan grandioso. Decidido, sostuvo la esfera brillante con firmeza.

El reno agitó sus alas y, en un parpadeo, Martín sintió un viento helado que lo envolvía por completo. El aire se volvió más frío, y las estrellas en el cielo parecían acercarse. Fue como si el tiempo se detuviera por un momento.

Cuando Martín abrió los ojos, se encontraba en un lugar completamente diferente. Estaba en medio de un paisaje nevado, rodeado de un montón de árboles gigantescos cubiertos de nieve y luces brillantes. En el horizonte, pudo ver lo que parecía una gigantesca fábrica, llena de humo blanco que salía por las chimeneas.

—¡Estás en el Polo Norte! —exclamó el elfo, ahora ya en el suelo, parado junto a un enorme trineo—. ¡Vamos, rápido! Papá Noel te está esperando.

Martín siguió al elfo hasta el taller de Papá Noel, que se encontraba lleno de duendes trabajando a toda prisa, y renos entrenando en las cercanías. Corchito, el jefe de los duendes, corrió hacia él.

—¡Martín! ¡Eres el niño que salvará la Navidad! —dijo Corchito, con una sonrisa de alivio—. Papá Noel está esperando, sigue este camino.

Martín se acercó a la sala principal, donde Papá Noel lo esperaba, con una mirada cansada pero esperanzada.

—¿Tú eres el niño que puede ayudarnos? —preguntó Papá Noel, con una voz profunda.

Martín asintió con decisión.

—Sí, vengo a ayudar. El elfo me dijo que solo un corazón puro puede salvar la Navidad.

—Eso es cierto —dijo Papá Noel, sonriendo cálidamente—. Pero necesitamos algo más que un corazón puro. Necesitamos fe, la fe que los niños del mundo todavía tienen en la Navidad. Si no conseguimos que la magia vuelva a brillar, el trineo no podrá volar y no podremos repartir los regalos. ¡El congelador mágico se está derritiendo por falta de energía!

Martín miró a su alrededor, pensando rápidamente.

—Si los niños ya no creen, ¿cómo podemos hacer que vuelvan a creer en la magia? —preguntó, rascándose la cabeza.

Después de un largo silencio, dijo:

—Lo tengo.

Todos miraron, esperando que Martín contara su plan.

—Es algo arriesgado, incluso podría molestar a algunos, pero sé que luego agradecerán. Mi plan es tirar un poco de polvo mágico sobre todos los satélites de telefonía, internet y televisión. Y otro poco más sobre la compañía que genera energía.

—Eso es una locura —dijo Papá Noel—. ¿Cómo podría eso ayudarnos? —preguntó con algo de duda, pero intrigado.

—Recuerdo una ocasión en la que se fue la electricidad. Todos soltaron sus teléfonos, sus pantallas, y se pusieron a charlar. Hablaron de otras épocas, incluso sacaron la vieja guitarra que estaba juntando polvo en el armario.

Fue una noche mágica, y eso que era un día común. Si lo hacemos en Navidad, será increíble, lo sé.

—Confío en ti —dijo Papá Noel, y procedieron a realizar el plan.

Al principio, los elfos se miraban entre sí, desconcertados, y algunos incluso murmuraron cosas en un extraño lenguaje.

—¿Cómo podemos esperar que las personas dejen sus teléfonos y pantallas en pleno siglo XXI? —se preguntaba uno de los duendes, sacudiendo su cabeza.

—¿Y qué pasa si se enojan? ¡Es muy arriesgado! —decía otro, preocupado.

Pero Martín no se dejó intimidar. Sabía que había algo en su plan que podía devolverles la verdadera magia de la Navidad. Con un suspiro profundo, Papá Noel dio su aprobación, y todos comenzaron a preparar los ingredientes mágicos.

Cuando los duendes esparcieron el polvo en los satélites de telefonía, internet y televisión, y otro poco en la planta generadora de energía, un extraño silencio se apoderó del mundo. La señal de los teléfonos se interrumpió por unos segundos, las pantallas de los televisores se apagaron, y los hogares quedaron sumidos en una quietud que los jóvenes jamás habían vivido.

Al principio, la gente no entendió lo que sucedía. Muchos se sintieron frustrados, molestos incluso, sin saber qué hacer sin sus teléfonos y sin acceso a internet. Pero poco a poco, comenzaron a hacer lo que hacía mucho tiempo no hacían: se miraron a los ojos, comenzaron a hablar, a compartir historias, y a revivir las tradiciones olvidadas de la Navidad.

—Recuerdo cuando éramos niños y cantábamos en la calle —dijo un hombre mayor, mientras su familia se reunía alrededor de la mesa para cenar.

—Y no había regalos caros, pero todos nos sentíamos felices, porque lo importante era estar juntos —comentó una madre, sonriendo mientras sus hijos ayudaban a decorar el árbol.

—¡Qué tiempos aquellos, cuando los vecinos se visitaban y cantábamos villancicos en la calle! —dijo un anciano, con nostalgia en la voz.

En un hogar cercano, una familia comenzó a cantar canciones navideñas alrededor de la chimenea, mientras los niños se reían y aplaudían. En otro, un padre desempolvó su guitarra y comenzó a tocar melodías suaves, creando una atmósfera cálida y reconfortante. A medida que las horas pasaban, la gente se unía en charlas, juegos y risas, desconectados de la tecnología, pero más conectados que nunca con el verdadero espíritu de la Navidad.

Y como si todo fuera parte de un hechizo, el congelador mágico en el Polo Norte comenzó a funcionar con más fuerza. La nieve volvió a caer, cubriendo los árboles y el taller de los elfos con su manto blanco y brillante. El resplandor dorado de la esfera de cristal que Martín había sostenido empezó a iluminarse de nuevo, y poco a poco, el trineo de Papá Noel se llenó de energía.

Martín miró al cielo, y vio cómo las estrellas brillaban más intensamente que nunca, como si el universo mismo celebrara el regreso de la magia de la Navidad. En el taller, Papá Noel observaba satisfecho el resultado.

—¡Lo logramos! —exclamó Papá Noel, abrazando a Martín—. ¡La magia de la Navidad ha vuelto!

Los renos, que habían estado entrenando impacientes, ahora daban saltos de alegría, listos para iniciar su vuelo en la noche más especial del año. Los elfos terminaron de cargar el trineo, y los juguetes, que parecían más sencillos y llenos de amor que nunca, estaban listos para ser entregados.

Martín, con una sonrisa radiante, miró al elfo que lo había guiado hasta allí.

—Gracias por confiar en mí —dijo.

El elfo asintió, sonriendo.

—La magia nunca se ha ido, Martín. Solo necesitaba ser recordada.

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