La brisa y el rocío
En un bosque sereno donde las hojas susurraban con el viento y el agua corría con suavidad por entre las raíces, vivían las hadas del amanecer. Cada una tenía un talento especial que contribuía al equilibrio del lugar. Entre ellas estaban Roz, el Hada del Rocío, y Briz, el Hada de la Brisa.
Roz era pequeña y delicada, con alas que brillaban como la mañana. Su labor era esparcir el rocío al alba, dejando humedad sobre hojas, flores y raíces. Para ella, esa tarea no era solo su responsabilidad, sino su forma de cuidar el bosque. Sin embargo, Roz cargaba con una inseguridad que nunca confesaba: su trabajo desaparecía tan rápido que temía no ser verdaderamente necesaria.
Briz, en cambio, tenía alas alargadas y veloces, como si estuvieran hechas del aire mismo. Su tarea era secar lo que sobraba, despejar los excesos de humedad y llevarse consigo lo viejo, lo marchito. Briz disfrutaba del movimiento, del cambio, pero su energía lo hacía avanzar sin mirar atrás. Aunque rara vez lo admitía, temía quedarse quieto demasiado tiempo, pues sentía que perdería su propósito.
Una mañana, Roz trabajaba con esmero, dejando pequeñas gotas de rocío sobre un helecho. El bosque todavía respiraba el silencio del amanecer cuando, de repente, una ráfaga de viento sacudió las hojas, llevándose consigo las gotas que Roz acababa de colocar.
—¡Briz! —gritó Roz, girándose hacia la figura que revoloteaba cerca—. ¿Por qué siempre llegas tan pronto? Ni siquiera he terminado mi trabajo.
Briz se detuvo en el aire, con su energía desbordante.
—¿Pronto? Estoy haciendo lo que debo hacer, Roz. Si no limpio las hojas y las flores, ¿cómo va a respirar el bosque?
Roz suspiró, frustrada.
—¡Pero el bosque necesita mi rocío antes de que llegues a llevártelo todo! Sin humedad, las raíces no se alimentan, y las hojas pierden su frescura.
Briz frunció el ceño.
—Y si dejo el rocío por demasiado tiempo, se pudrirán las hojas y las plantas. ¿No ves que también estoy ayudando?
Ambos se miraron con una mezcla de enfado y confusión, sus diferencias chocando una vez más. Pero antes de que pudieran continuar discutiendo, una voz pausada los interrumpió. Era Elda, el Hada Guardiana del Bosque, que los observaba desde una rama cercana.
—¿Qué ocurre, mis pequeñas hadas? —preguntó con calma, aunque su mirada parecía ver más allá de sus palabras.
Roz se apresuró a responder.
—¡Briz no me deja trabajar! Apenas esparzo el rocío, y ya viene con su brisa a llevárselo.
Briz cruzó los brazos.
—Solo estoy cumpliendo mi tarea, Elda. No puedo esperar todo el día mientras el bosque se llena de humedad.
Elda asintió lentamente, con un destello de comprensión en sus ojos.
—Ambos tienen razón, pero también están equivocados. El bosque no puede prosperar solo con rocío, ni solo con brisa. Necesita que trabajen juntos.
Roz frunció el ceño, intrigada.
—¿Juntos? Pero si Briz llega demasiado rápido, no puedo terminar mi trabajo.
Briz arqueó una ceja.
—Y si espero demasiado, no podré hacer el mío.
Elda se inclinó hacia ellos con una sonrisa sabia.
—Roz, tu trabajo no se mide por cuánto dura, sino por lo que deja. Cada gota de rocío es una promesa de vida, incluso si desaparece rápido. Y tú, Briz, debes aprender que no todo puede ser transformado de inmediato. A veces, esperar un poco hace que lo que limpias tenga más sentido.
Ambos se quedaron en silencio, reflexionando. Por primera vez, Roz notó que Briz no era tan despreocupado como parecía, y Briz vio en Roz una fuerza que nunca había entendido del todo.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Roz en voz baja.
—Aprenden a ceder —respondió Elda—. Briz, espera un poco más antes de llevarte lo que sobra, para que Roz pueda terminar su trabajo. Y tú, Roz, confía en que tu rocío será suficiente, aunque desaparezca rápido.
Desde ese día, las mañanas en el bosque cambiaron. Roz esparcía su rocío con tranquilidad, sabiendo que Briz no llegaría hasta que ella hubiera terminado. Y Briz aprendió a observar primero, permitiendo que las gotas cumplieran su propósito antes de barrer con ellas.
Aunque a veces tenían desacuerdos, ambos habían aprendido algo valioso: el bosque no necesitaba que compitieran, sino que se complementaran. Y juntos, lograron un amanecer más pleno, donde cada hoja y flor se sentía cuidada y viva.