Misterio en el reloj

Era la primera vez que Sol y Luna pasarían el verano juntas en casa de la abuela. Sol había llegado solo una semana antes, pero ya conocía cada rincón de la casa como si hubiera vivido allí desde siempre. Desde la ruidosa puerta de madera de la entrada, pasando por el largo pasillo decorado con retratos de gente que no conocía pero le parecían familiares, hasta la puerta trasera que daba al patio, donde la hamaca colgaba bajo los árboles y el jardín de flores de la abuela brillaba en mil colores.

Luna, por esas razones que solo los grandes entienden, llegó una semana más tarde. Cargaba una mochila pesada llena de libros y su inseparable cuaderno bajo el brazo. Venía lista para dibujar cada momento especial: el amanecer en silencio del campo, la sombra de los árboles en el jardín o los diminutos insectos que se posaban en la ventana. Para Luna, que venía de una ciudad gris y ruidosa, la casa de campo de la abuela estaba llena de colores y detalles que pedían ser retratados.

Una tarde, mientras la abuela servía chocolate caliente en delicadas tazas de porcelana, el reloj de pie en la sala se detuvo de repente. ¿Cómo se dieron cuenta? Es que al dichoso reloj no le gustaba pasar desapercibido, con su ruidoso clack-tick-tack, por lo que el sorpresivo silencio fue simplemente imposible de ignorar.

—Ese reloj nunca se detiene —dijo la abuela, observándolo con una mezcla de asombro y preocupación.

Luna miró el reloj con más atención. Era grande, con un marco de madera oscura y adornos dorados que parecían enredaderas. Su esfera antigua, con números romanos y agujas largas, solía danzar lentamente al ritmo de los minutos.

—¿Por qué se detendría ahora? —preguntó Sol, intrigada, mientras se acomodaba en el sillón de terciopelo rojo que tanto le gustaba.

La abuela, con un tono misterioso, respondió sin apartar los ojos del reloj: —A veces las cosas simplemente suceden, sin avisar. Quizás el reloj quiera decirnos algo...

Hizo una pausa dramática y agregó con una sonrisa: —¡Que es hora de la siesta!

Las tres rieron, pero las niñas sospecharon que la abuela quería decir algo más. Había algo mágico en la vieja casa, algo que parecía invitar a las dos primas a investigar.

Más tarde, cuando la abuela dormía, Sol y Luna caminaban sigilosamente por la cocina, tratando de no hacer crujir el viejo suelo de madera. Buscaban el jarrón de caramelos que solía estar en la estantería, justo arriba de donde la abuela guardaba los platos. Sol, siempre dispuesta a explorar, se subió a una silla y comenzó a tantear con las manos el estante más alto. Fue allí donde encontró algo inesperado: una pequeña llave dorada.

—¿Será para el reloj? —dijo Sol, sosteniéndola con asombro. La llave brillaba más que nada de lo que habían visto jamás.

—Deberíamos probarla. Tal vez podamos arreglar el reloj —dijo Luna, emocionada.

—Seguro que la abuela se pondrá contenta si lo hacemos funcionar nuevamente —añadió Sol, decidida.

Con el corazón acelerado, Sol bajó de la silla y probó la llave en la puerta del reloj. Al principio no encajaba, pero tras un par de intentos, giró suavemente. El reloj comenzó a funcionar de nuevo, con su típico clack-tick-tack. ¡No podían creerlo!

Fue entonces cuando Luna notó un pequeño compartimento en la base del reloj, cubierto por una capa de polvo. Dentro, encontraron fotos antiguas y cartas con bordes amarillentos que desprendían un tenue olor a humedad. De pronto, la abuela apareció detrás de ellas, con una sonrisa.

—No tengan miedo, niñas. No tengo nada que ocultar. Cuéntenme, ¿qué quieren saber? —dijo la abuela con dulzura.

La abuela les explicó que aquel compartimento guardaba sus mayores tesoros: fotos y cartas de cuando era niña. Mientras Luna sostenía una de las fotos, le preguntó quién era la niña que aparecía en ella.

—Clara —respondió la abuela—. Ella y yo éramos inseparables —añadió emocionada, mientras sus ojos se llenaban de nostalgia—. Hacíamos todo juntas, como ustedes ahora. Pero la vida nos llevó por caminos diferentes y, con el tiempo, dejamos de escribirnos.

Conmovidas por la historia, Sol y Luna decidieron hacerse una promesa: nunca dejarían que algo así les pasara.

Aquella noche, mientras el reloj seguía marcando las horas con su sonido habitual, Sol y Luna se quedaron mirando las estrellas desde el jardín. Las luciérnagas brillaban entre los arbustos, y el aire fresco les acariciaba la cara.

—Me alegra que pasemos este verano juntas —dijo Luna, dibujando el reloj en su cuaderno mientras los grillos cantaban.

—A mí también —respondió Sol, con una sonrisa.

Desde la ventana, la abuela las miraba, feliz.

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