La abeja incrédula

En un prado verde lleno de flores de todos los colores, vivía una pequeña abeja llamada Mila. Era alegre, juguetona y un poco testaruda. Mientras sus hermanas revoloteaban de flor en flor, incansablemente recogiendo polen para la colmenta, Mila prefería pasar el tiempo persiguiendo mariposas, inventando carreras con su sombra, o tomando baños de sol sobre las margaritas.
El invierno estaba cerca, y la colmena entera estaba muy ocupada. Las abejas obreras iban y venían, zumbando sin parar. Almacenaban néctar en los panales, reforzaban los muros con cera y cuidaban que todo estuviera listo para la estación fría.
La reina, con voz firme, dijo a las obreras: —El otoño está terminando. Debemos llenar las celdas de miel antes de que llegue el invierno. Mila puso los ojos en blanco. —¿Invierno? ¡Bah! Eso no existe! —exclamó riendo—. Solo quieren asustarnos para que trabajemos sin descanso.
Sus compañeras la miraron sorprendidas. —Claro que existe —replicó su amiga Luma—. Cuando llega el frío, las flores desaparecen y sin ellas no podremos hacer miel.
Pero Mila agitó las alas con despreocupación. —¡Seguro que mañana habrá flores de sobra! Y mientras las demás trabajaban, ella se tumbó sobre un pétalo a mirar las nubes.
Los días fueron pasando. Poco a poco, las flores del prado comenzaron a cerrarse, los colores vivos se apagaron y el aire se volvió frío. Pero Mila no quería aceptarlo. —Es solo una brisa caprichosa —decía—. Ya volverán las flores.
Hasta que, una mañana, despertó y todo estaba cubierto de escarcha. Los prados parecían de cristal, las flores habían desaparecido y el viento helado soplaba con fuerza.
—¿Qué… qué ha pasado aquí? —preguntó temblando.
—Esto, Mila —dijo Luma con paciencia—, es el invierno.
Mila intentó volar hacia una flor, pero sus alas se entumecían con el frío. Buscó néctar, pero no encontró nada. Su estómago rugía de hambre y comprendió, demasiado tarde, por qué las demás habían trabajado tanto.
Aquella noche, en la colmena, las abejas se reunieron alrededor de los panales llenos de miel. Todas comían con calma, menos Mila, que tenía la barriga vacía. Nadie la regañó, pero tampoco queria alimentarse de las reservas que no había ayudado a recolectar.
Con tristeza, murmuró para sí:
—Quizá… el invierno sí exista.
Al día siguiente, decidió salir del prado. Tal vez, pensó, encontraría alguna flor olvidada. Voló despacio, con el frío pinchándole las alas. De pronto, escuchó un sonido débil:
—¡Ayuda!
Bajo una hoja marchita descubrió a una mariquita temblando.
—No encuentro refugio, y tengo tanto frío… —dijo con voz apagada.
Mila la miró con compasión. No era la única que sufría. Recordó la colmena, cálida y protegida, y por primera vez entendió que no se trataba solo de ella, sino de todos los seres del prado.
—Ven conmigo —dijo decidida—. Te llevaré a un lugar seguro.
Cuando regresó, con la mariquita en su espalda, las abejas obreras se sorprendieron.
—¿Has traído una invitada? —preguntó la reina, arqueando sus antenas.
Mila explicó lo que había pasado, y la reina asintió con sabiduría.
—El invierno es duro, pero también nos enseña a cuidar unos de otros.
Esa noche, compartieron un poco de miel con la pequeña mariquita. Mila también probó un bocado, y en silencio prometió que nunca más se quedaría de brazos cruzados.
Desde entonces, Mila fue la primera en salir a recolectar polen en primavera, la más entusiasta al reforzar la colmena y la más alegre al compartir miel con quienes más lo necesitan.